Todo estaba ya arreglado en la casa. La
primavera tocaba a su fin en aquél recóndito lugar del mundo y el calor
comenzaba a resultar asfixiante. Los animales necesitaban más agua que nunca y
espacios abiertos.
Parte de la fiesta consistiría en una
cacería. Fui a supervisar las condiciones de los caballos. En el establo ya no
había sitio para más. La selva tropical estaba cerca con esas altísimas y
maravillosas Ceibas y esos gigantes hormigueros que parecen montañas que llegan
a la cintura. En los bosques selváticos la humedad de la tierra sube en
neblinas. Después de contemplar la exuberante naturaleza que estaba ante mí,
atravesé el bosque con su viejo paraguas abierto, cuando divisé a mi hermana
Olivia abrirse paso apartando las ramas.
Después de tanto tiempo separadas, viviendo
en mundos tan diferentes, creímos estar a muchas millas del mundo civilizado.
Esta fiesta no era solo una cacería y lo
que a ella iba asociado, sino un reencuentro con el pasado como hijas de un
terrateniente que había sufrido las consecuencias de su propio cruel
comportamiento con los empleados de los cafetales.
Él llegó a las cinco, un temblor nervioso
arruinó toda la bienvenida que hubiéramos imaginado, porque ya no era la misma
persona, su cara de vulgar redondez, dejaba ver que los años habían dejado un
paso rancio de inactividad y sedentarismo arrasando a aquel fiero y atlético
hombre de antes del accidente. Antes de que sus persecuciones de las muchachas,
que trabajaban en los campos llegaran a su fin, por la venganza de uno de los
jornaleros enamorado de una de las jóvenes atacadas.
El hombre iba andando junto a ellas, oculto
en el lindero, entre los árboles, cuando el terrateniente Halloyez pasó por
allí acechante y con aquella desfachatez que le era innata, y aquella libidinosa
mirada, se acercó a las jóvenes trabajadoras y estas se pararon en seco
aterrorizadas por los anteriores episodios de acoso ya sufridos en propia piel
y los comentarios que les llegaban de sus compañeras.
Allí permanecían temblorosas mientras
contemplaban como él se frotaba amorosamente una pierna diciendo que necesitaba
su ayuda para que le acompañaran a casa porque estaba convencido de que se
había roto una pierna, sin darse cuenta ni cómo, el enamorado, salió de su
escondite, se abalanzó sobre él y le dijo: nosotros también matamos,
asestándole un machetazo en la pierna. Fue así como él recuperó su timidez y
una pierna de palo. Esa timidez de cuando era un niño y por la que su padre se
avergonzaba y decía que parecía a los topos que viven aislados.
Nosotras, al verlo tan ajado y decrépito
sentimos lástima y los ojos dejaron a los oídos sin memoria, todo lo que nos
contaron sobre como perdió la pierna quedó atrás.
A veces en mis veraneos, escribo con más
soltura y aprovecho esa oleada de inspiración que supone volver a ver a todos
esos personajes que parecen de otro mundo. La fiesta aún con todas las
historias que de él se contaban, estuvo llena de cargos importantes del Gobierno
y de gente de gran poder. Lo que en este lugar se veía, yo que anduve por el
mundo, jamás lo vi igual, la ostentación frente a la pobreza de las clases
trabajadoras. Y entonces apareció su segunda esposa, aquella por la que mi
madre tuvo que marcharse. Mi hermana y yo pensamos que permanece a su lado
porque cobra, como si se tratara de un ama de llaves. Aquella mujer arrogante y
tan bella que dolía mirarla nunca faltaba a una fiesta. Mientras nosotras
tuvimos que marchar, por no poder relacionarnos con nadie dejando en
la intimidad de aquel lugar recóndito nuestros orígenes, porque la envidia y la
incomprensión nos persiguen. Solo ella lo soporta y el perro que es un animal
irracional.